miércoles, 29 de agosto de 2018

El problema

Todos hemos pensado alguna vez en cambiar el mundo. Pretender solucionar esos problemas que parecen no tener solución, ya sea por toda una vida o por un efímero instante. Indefectiblemente con el mismo final, claudicar de la tarea. Ya sea por voluntad propia o por imperativo de nuestra mortalidad.

En el caso más común uno termina por aproximarse al problema desde la vertiente más puramente práctica: dada la imposibilidad de solucionar el problema general, por diversos factores, centrarse en solucionar el problema personal. Es un rasgo necesariamente común del superviviente aunque la caprichosa genética insista a veces en aventurarnos por otros caminos.

Sucede que, en la renuncia a solucionar el problema general y la persecución de una solución para el problema personal, se perpetúa el problema. De hecho se perpetúan ambos dado que el segundo es consecuencia del primero. ¿Curioso, no? Es muy probable que Nash comprendiera este punto con una sonrisa sardónica.

Alguien sabio dijo que un error no se convierte en tal hasta que se rehúsa corregirlo. Luego, un problema no es tal hasta que se rehúsa solucionarlo. Bien, de eso es exactamente de lo que estamos hablando aquí. Tal vez sea difícil hacer entender que no existe solución personal a un problema que ahonda las raíces de sus causas en un problema general. La solución personal es pura apariencia, tan tangible como pueda serlo un espejismo. Sin embargo es esa opción por una solución ilusoria la que hace que una solución real y profunda jamás pueda tener lugar. Como en el dilema del prisionero que propuso Nash, nos hallamos presos en la prisión de nuestro propio egoísmo. ¿Seremos capaces de hallar el camino de salida de nuestro cautiverio?

Tristemente, depende de nosotros. Comprender el escenario es el primer paso, ese con el que, según otro sabio, se inicia hasta el camino más largo. Al final es cierto, al menos en este caso, aquello de que en el pecado va la penitencia. Y comprenderlo es no saber si reír o llorar. Presos en la prisión de nuestro propio egoísmo, ese es el material que conforma nuestros barrotes, nuestros altos muros, nuestras alambradas. Presos del egoísmo del otro como el otro lo está del nuestro.

En realidad es sencillo cuando se comprende. Y tal vez algunos esperamos con la paciencia infinita de dios ante nuestras propias torpezas. Pero no somos dioses, al final, somos sólo hombres. Por lo menos mientras nos hallemos encerrados en la prisión de nuestro propio egoísmo. ¿Cuánto más?

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