martes, 25 de octubre de 2016

Cálculos

Calcularon con la máxima precisión hasta el último de los detalles, revisaron dos veces todas las operaciones divididos en dos grupos independientes. No dejaron margen alguno para el error. Y sí, por supuesto, funcionó.

Lo único que se olvidaron de calcular, lamentaron después, fue el alcance de las consecuencias de su descubrimiento.

sábado, 15 de octubre de 2016

Lluvia de estrellas

Veían pasar las estrellas fugaces a cada rato sobre el cielo nocturno, más negro que de costumbre, y sus ojos no daban crédito. La belleza del espectáculo era sin duda sobrecogedora y se mezclaba de un modo extraño con la sensación de desasosiego e incertidumbre propias de la situación.

La ciudad estaba sumida en la más completa oscuridad salvo por un tímida luna tras algunos jirones de nube. Los teléfonos dejaron de sonar. El suministro de agua quedó interrumpido. Las farolas que teñían de ámbar la noche en la urbe enmudecieron al unísono y se instauró un clamoroso silencio.

Los monitores y pantallas de televisión se revelaron como innumerables reproducciones de una misma pintura, completamente negra, vacía, absurda. Los coches se fueron detuviendo y por las calles sólo se escuchaba el murmullo del viento. No fue en un día, ni en una hora, ni en un minuto, para la mayoría fue en un solo instante.

Algunos habían contemplado vagamente la posibilidad de que pudiera acaecer algo similar, algunos de ellos incluso supieron unos minutos antes que el desastre, de magnitudes desconocidas, se abalanzaba inexorablemente sobre el planeta. Pero para la mayoría fue sólo un instante que cambió irreversiblemente sus vidas.

El sol, dador de vida y sostén del mundo, en su curso a través del limbo que es el universo, vomitó sorpresivamente aquella llamarada en una escala sin precedentes. Ocho minutos después se iniciaba en la atmósfera la tormenta electromagnética que barrería el modo de vida de la civilización del siglo XXI de un plumazo. No hubo ningún aviso, hubo solo oscuridad.

Las causas se divulgaron bastante después, en aquel momento sólo podían contemplar el cielo, entre maravillados y consternados, por la asombrosa belleza de las auroras  multicolor y la terrible inquietud que supone ver como todo lo conocido, hasta la propia comprensión del mundo, se desmorona sin razón aparente.

Y a cada rato veían caer alguno de los miles de satélites que orbitaban la tierra en forma de bólidos, de lluvia de estrellas. Un espectáculo de una belleza atroz, de una hermosura espeluznante, una indescriptible sensación de vértigo y es que, aquel día más que nunca, ninguno de ellos era siquiera capaz de atisbar lo que podría depararles el mañana.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Todo es información


Todo es información. Y la información, lo es todo. Con ella determinamos nuestra percepción del mundo y, a la vez que nos conforma, es nuestro vínculo con el resto del todo.

Según las tesis panteístas, dios es todas y cada una de las cosas que nos rodean. Y si entendemos la locura como enajenarse de la realidad, la locura es entonces apartarse de dios. Por lo tanto cuando alguien te miente, te está empujando a la locura.

Todas las civilizaciones alzadas y caídas que han pugnado entre sí lo han hecho en el único campo de batalla que existe. El del conocimiento, de dios. Porque dios es verdad. Y la verdad, es dios.

Todo es información.

viernes, 5 de agosto de 2016

Litos: La historia antes de la historia


El tiempo lo devora todo, es fácil darse cuenta de ello partiendo de la conciencia de nuestra propia finitud como seres vivos individuales. Polvo eres y en polvo te convertirás, reza el libro, y desde luego la certeza es inequívoca. El tiempo convierte en polvo a los hombres y también a sus obras. deshace la carne y el hueso así como la madera y las hojas reduciéndolos al polvo que forma las piedras.
Incluso el polvo reduce a polvo al polvo, aunque la batalla se alargue más por ser más igualada. Es la piedra lo que más perdura.

La memoria de los pueblos es frágil ante la adversidad y la erosión del tiempo, un poco se pierde de cada historia cada vez que es contada y de de cada recuerdo al ser evocado. Lo que se quiere hacer perdurar se escribe y si se quiere hacer perdurar más aún se escribe en piedra. Algunas piedras, a pesar de mudas, hablan por sí solas, aunque pocas veces se entienda la historia que cuentan.

Lo que sabemos es lo que nos cuentan nuestros antepasados, lo que dejaron escrito. A esa amalgama de contribuciones de los diferentes pueblos del globo se le ha venido a llamar historia. Aunque con frecuencia consideremos que las explicaciones que nos brindan nuestros predecesores no pueden encajar con la realidad. Así, ciertas narraciones se catalogan como mitos, leyendas o fantasías, más a menudo cuanto más retrocedemos en el tiempo en busca del origen inescrutable.

Hay por lo tanto un precario puente de terreno fangoso entre la historia y el lapso anterior a esta, antes de cualquier registro escrito, lo que se viene llamando prehistoria. Sin duda nos parece que la imaginación de los anteriores volaba al hablar de dioses, dragones y otros seres que hoy llamamos sobrenaturales, aunque el término no deje de ser paradójico. Antes aún de eso, nada. Ni siquiera imaginaciones desbordadas. Algunas pinturas en cuevas, los esqueletos del caprichoso registro fósil y el silencio de algunas piedras que aún se mantienen en pie.

De tales hechos se deriva la noción de que las civilizaciones han ido progresando desde un oscuro pasado con sus auges y caídas pero siempre manteniendo intactas sus memorias, razón de que hoy contemos con su testimonio escrito. Sucede que de esos testimonios, incluso en diversos puntos de una misma fuente, concedemos credibilidad a unas afirmaciones y a otras no. Y es muy posible que esas narraciones de desvíen en algunos momentos de la realidad de los hechos del mismo modo que es posible que nosotros no acertemos a identificar con precisión cuando eso sucede. Sin embargo, esta última observación resulta mucho menos cómoda.

En otras ocasiones, al no comprender, nos agarramos a los pocos datos que consideramos correctos como a un clavo ardiendo, aunque multitud de indicios que señalen lo contrario flanqueen el recto camino que queremos trazar para la evolución de nuestra especie. Pero en nuestro camino, las piedras nos contemplan con sus gritos mudos.

A veces las personas pierden la memoria, tal vez debido a algún trauma, shock o fallo orgánico. Se llama amnesia. Por otro lado, son conocidas diversas extinciones masivas de diferentes formas de vida en el planeta. Que nuestra especie no se ha extinguido se demuestra por el hecho de que aquí seguimos. Aunque quizás sólo sea una cuestión de tiempo. La cuestión es si nuestra especie, en el transcurso de su progreso, pudiera haber sufrido un revés no tan duro como para borrarla de la faz de la tierra pero si lo suficiente para borrar buena parte de su memoria y con ella, de sus avances.

Al fin y al cabo sabemos que pasará. ṡO podría haber pasado ya? El planteamiento no es caprichoso, cuando uno ve algunos restos de lo que se supone fueron incipientes pero aún precarias civilizaciones no es difícil hallar elementos que no encajan. O todo lo contrario, tal vez piedras que encajan demasiado bien. O absolutamente desproporcionadas. O que denotan unos conocimientos matemáticos y astronómicos que en ningún modo se les conceden a los pueblos a los que sin embargo se les atribuyen tales obras. Piedras que hablan para aquel que quiera escuchar. Siempre piedras.

Dicen de las pirámides que el tiempo las teme. Deberían temerlas, además, los historiadores. Pero lo cierto es que el tiempo apenas deja piedra sobre piedra: volcanes, terremotos, deshielos, glaciaciones, meteoritos...
Ya ha pasado antes y volverá a pasar. Por todo el mundo se pueden encontrar pirámides. Por todo el mundo se encuentran construcciones megalíticas concebidas para perdurar más allá de lo imaginable. Por todo el mundo se hallan dispersos relatos de un ancestral diluvio acaecido en los límites de la memoria de los pueblos.

Vivimos en un globo azul con dos tercios anegados y aún seguimos llamando tierra al planeta agua. Tal vez nos falle la memoria. O tal vez suceda como con los primeros recuerdos, que se funden con fabulaciones y ya es imposible discernir lo que hay de cierto en ellos. A fin de cuentas ya no hay mares plagados de dragones, si es que alguna vez los hubo, ni dioses que bajen del cielo para regir el destino de los hombres. La memoria es traicionera, dicen.

Pero, ¿qué haríamos nosotros, ahora? ¿Qué podríamos hacer, ante un cataclismo de magnitud tal que sacudiera toda la superficie del planeta, de confín a confín? Tal vez no mucho, aún pudiéndolo anticipar. Aún menos después del evento. Tal vez tratáramos de apuntalar nuestros conocimientos como civilización, más conscientes que nunca de la fragilidad de la memoria. Tratar de hacerlos lo más perdurables posibles para que lo logrado con tanto esfuerzo y sacrificio no desapareciera de un plumazo en la noche de los tiempos. Escribirlo en piedra. Pero, ṡen que lengua? Si las edades pasan y los imperios caen y las palabras se las lleva el viento a donde ya nadie las recuerda. Escribirlo en piedra, sí, pero sin palabras, Dejar que las piedras por sí solas hablen. Que señalen los solsticios, que apunten a las estrellas, que hablen en el idioma universal de la matemática. Que recuerden las piedras lo que los hombres ya no serán capaces de recordar para que les puedan contar su historia. Y que el hombre prevalezca ante la eternidad.

Supongo que algo así intentaríamos. Incluso con un poco de suerte, al cabo de varios milenios, después de que nuestra cultura se hubiera esfumado sin apenas dejar rastro, podríamos haber conseguido que alguno de nuestros lejanos y desmemoriados descendientes mirara algunas pocas piedras derruidas con extrañeza, musitando: ¿cómo demonios puede ser eso tan antiguo? y ¿cómo diablos se supone que lo hicieron?
Como saben todos los médicos, la cura de cualquier enfermedad empieza por un correcto diagnóstico. ¿Encontrarán los pueblos del mundo la cura para su amnesia?


viernes, 25 de marzo de 2016

Hay millones de estrellas

El 16 de Noviembre 1974, para conmemorar la remodelación del radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se emitió un mensaje en forma de ondas de radio diseñado por un grupo de especialistas en la materia.

La intención era, aprovechando la extraordinaria potencia de ese juguete tecnológico, enviar un mensaje que llegara lo más lejos posible y eventualmente pudiera ser recibido por alguna distante forma de vida extraterrestre. Un poco en la línea del famoso mensaje que aún porta la sonda Voyager pero sin el Jhonny B. Goode de Chuck Berry.

Largo y solitario viaje el de esas ondas de radio. El que emprende una viaje nunca es el mismo que llega a destino, pensó. Seguro que hay uno o dos refranes orientales que lo refrendan. Tal vez para las ondas no sea tan distinto.

Él desde luego no era el mismo después de largo viaje que había culminado recientemente con su doctorado en física. Para él la física era la reina de las ciencias, el rey, indiscutiblemente, era la matemática, su primera opción. El lenguaje del universo, solía decir. El idioma de Dios, pensaba en silencio.

Sus años de formación le habían enseñado también a eludir ciertas expresiones que, aún sin ánimo de ser trascendentes, convenía evitar en los círculos en los que se venía desenvolviendo. Antes no había que cuidar y medir tanto las palabras, recordaba cuando era un chiquillo y podía expresarse con más libertad, sin miedo a que cada una de sus afirmaciones fuera medida, sopesada, escudriñada, evaluada y finalmente juzgada y clasificada. Así veía a la mayoría de sus colegas. Y en esos círculos disentir de la mayoría tenía un precio muy alto. Había sido un camino largo de varios años de dedicación pero ni punto de comparación con el viaje de aquellas ondas de radio o el enorme viaje de la luz de las estrellas. Le fascinaban las distancias de la escala astronómica, veía en ellas la épica de la creación.

Y por un momento pensó en aquellas ondas de radio viajando por el vacío indefinidamente de otra manera. Por un momento recordó el efecto doppler, responsable del corrimiento al rojo o al azul de la luz de los astros en su viaje. Sucede porque varía la longitud de onda emitida desde un cuerpo en movimiento y, bueno, de hecho todo está en movimiento.

Pensó en como el efecto doppler deformaría el mensaje que se envíó en 1974 a un lejano cúmulo estelar, cuantificarlo requeriría hacer muchos números, pero no debería ser nada despreciable, probablemente a unos pocos años luz de camino resultara en un ruido ininteligible, sonrió sardónico.

Según el efecto doppler si la señal se aleja del observador la longitud de onda que se percibe aumenta, si se acerca, se reduce. De hecho las ondas de radio no dejan de ser ondas electromagnéticas con la mayor longitud de onda, mucho mayor que la luz visible, los infrarrojos o las microondas.

¡Las microondas! Después de todo, el camino del mensaje de radio no sería tan solitario, de hecho el mal llamado vacío espacial es una sopa, entre otras cosas, de microondas, uno de los principales puntos que avalan la teoría del Big Bang. Pero un momento. ¿Podría el efecto doppler distorsionar lo suficiente una serie de ondas de radio hasta hacerlas perceptibles a un observador en el rango siguiente a éstas, el de las microondas?

Recordó por un momento el mapa de la radiación cósmica de fondo, de esas microondas que pueblan copiosamente todo el universo y por un momento lo vio con otros ojos. Tendría que hacer los números, tenía que descartar esa idea y la frase que le vino como un rayo a la mente. Recordando aquella vieja película de ciencia ficción que en parte lo había motivado en su vocación, escuchó una vez más en su pensamiento la voz de Hal 9000: ¡Dios mío, hay millones de estrellas!

domingo, 6 de marzo de 2016

Las preguntas correctas

Durante mucho tiempo el ser humano ha mirado al cielo preguntándose si está solo en el universo. Y en ese tiempo, el conocimiento de la realidad que lo envuelve se ha ido incrementando.
Como es propio de exploradores, las fronteras del mundo conocido se han ido empujando más y más allá. El resultado es que la enormidad, la bastedad y la magnificencia del cosmos, del universo conocido,
ha superado con mucho la comprensión del cada vez más pequeño ser humano.

La creación llega más allá de donde se pierde la vista, donde las magnitudes escapan de la capacidad de razonamiento. Y el ser humano, todavía, a pesar de todo, sigue mirando al cielo haciéndose esa misma vieja pregunta: realmente, ¿estamos solos en el universo? Desde su aún limitada comprensión busca en los cielos señales de radio que tardarían miles de siglos y cientos de milenios en aproximarse a unos confines, cuando mucho antes de alcanzarlos habrían olvidado el mensaje que portan. Buscan vestigios de una vida que no comprenden donde sus limitados medios alcanzan y sólo hallan el silencio por respuesta.

Y entonces razonan: sí, estamos solos. Probablemente estamos solos. Hasta la fecha estamos solos y no hay pruebas de lo contrario.
Su pensamiento, completamente incapaz de asimilar la magnitud de la creación, agarrado a la evidencia del método científico como a un clavo ardiendo y sin ser capaz de dar un solo paso más allá de su asidero empírico, rechaza la más fundamental lógica.

Y es que, con el moderado nivel de conocimiento actual, habiendo ya dividido la realidad en ciencias, habiendo dividido ya el átomo indivisible y habiéndose multiplicado por el mundo, el modesto razonamiento del ser humano debería empezar a formularse otras preguntas.
La existencia es un examen al revés, las respuestas están siempre ante los ojos, la incógnita a hallar por lo tanto son las preguntas correctas.
Vivimos en una experiencia compleja donde el razonamiento no obedece exclusivamente a razones técnicas y donde unas razones se involucran con otras, las contaminan, las distorsionan, las invalidan. Sucede que, a veces, las preguntas correctas no son las que nos gusta hacernos.

Tomando simplemente el tamaño del universo observable, el espacio entre los confines que abarcan nuestros medios técnicos, la lógica más elemental señala que el hecho de ser la única expresión de vida dentro de tal inmensidad está cercano a lo imposible. Los escalones que la ciencia ha labrado se pierden ya entre las nubes del cielo y necesita de ellos para avanzar. Pero la inteligencia se sostiene en peldaños más ligeros y es capaz de dar algunos pasos más allá, sobre las mismas nubes, buscando el próximo escalón, señalando la siguiente pregunta.

Se afirma que estamos solos en el universo, y bajo cierto punto de vista podríamos asumir que es cierto. Podemos tomarlo como conclusión y la conclusión como punto de partida, luego, la pregunta es: ¿por qué estamos solos en el universo? Dejemos un momento de silencio para que actúe el razonamiento. De nuevo: ¿por qué estamos solos en el universo? Las respuestas, como decía antes, están siempre ante nuestros ojos.

Miremos pues qué es lo que somos, quiénes somos, cómo somos. Para vislumbrar los hechos objetivos es básico impedir que unas razones contaminen a otras y tener la capacidad de aceptar verdades incómodas. Lo triste es que el problema no es que no tengamos la capacidad para encontrar las preguntas correctas, es que nos engañamos para no hallarlas porque las que la lógica nos señala simplemente no nos gustan.

Una vez visto el mundo, analizado fría y desapasionadamente, la pregunta cambia. Teniendo eso en cuenta, tal vez sea más razonable preguntarse: ¿cómo no vamos a estar solos en el universo? Y es que no nos engañemos, cualquiera que pudiera tener los conocimientos para llegar hasta aquí tendría sabiduría de sobras para no querer venir a un lugar donde tantos se arrepienten de haber nacido y aún rige la ley caníbal.

Pero lo importante no son las respuestas, las respuestas están ahí, a la vista de todo el que las sepa reconocer, lo importante son las preguntas. ¿Cuál es esa pregunta tan importante y tan equivocada que hay que responder? ¿si estamos solos en el universo? Pues en cierto modo sí. De momento sí. Porque siendo como somos, ¿cómo no íbamos a estar solos?