¿Por qué el oro?
De los numerosos metales y aleaciones que pueden encontrarse en la
naturaleza el oro es uno muy especial. Las razones son, entre otras,
de tipo histórico. El oro es un muy buen conductor de la
electricidad pero ese no parece un factor que pueda determinar su
valor en los momentos en que ya se valoraba.
No parece tampoco
que su maleabilidad pueda ser el motivo, más maleable es el plomo.
Tampoco su característica coloración amarilla parece que pueda
justificar su tradicional aprecio. Sin poder hallar una explicación
razonable sólo quedan los hechos: el valor que se le concede a ese
metal desde las primeras civilizaciones de la humanidad.
Del mismo modo que
nos hemos planteado la pregunta del oro podemos preguntarnos ¿por
qué una corona? Es el símbolo tradicional en la mayoría de
culturas que distingue a aquel que gobierna sobre el resto. Y seguro
que podemos encontrar otros objetos con función del símbolo de
mando, podrían darse anillos, pulseras, brazaletes, collares,
pendientes y otros adornos pero sin embargo la corona ha trascendido
como el de mayor difusión.
No debe ser sin duda
porque su uso sea cómodo en modo alguno, sin embargo la corona
presenta la particularidad de que cubre parte de la cabeza, la parte
superior. Del mismo modo sucede con otros atuendos similares que aún
se utilizan por parte de algunos representantes de la iglesia
católica. También en el legado pictórico del antiguo Egipto
podemos encontrar ese tipo de sombreros alargados asociados por lo
general a rangos superiores del sacerdocio o la administración.
No menos conocidos
son los casos de cráneos extrañamente alargados entre los restos de
diversas y distantes culturas antiguas así como los vestigios de un
legado arquitectónico con puntos en común de culturas aparentemente
inconexas. No parece haberse presentado hasta la fecha explicación
convincente para ninguna de las dos cuestiones.
Se sugiere algún
tipo de vendaje opresivo desde el mismo nacimiento que pudiera
moldear el cráneo en tal modo sin embargo esta justificación no
ofrece causa alguna que explique la motivación para ello.
Tampoco hay hasta
hoy explicación lo bastante sólida que explique rasgos comunes de
algunas culturas muy distanciadas entre sí, sin que se haya podido
establecer contacto alguno por medio de otros indicios. Y aún
pudiendo establecerse dichos contactos tampoco justifican de un modo
solvente la naturaleza de algunas de sus construcciones.
Lo afirmado hasta
aquí entra dentro del terreno de los hechos de forma más o menos
precisa, la explicación no obstante se adentra en el terreno de la
especulación.
Y es que, podemos
especular que una raza diferente al hombre que conocemos aunque
semejante, tendría la necesidad de disimular algunas diferencias que
pudieran resultar incómodas ante los ojos de los hombres comunes a
los que querrían administrar.
¿Y por qué querría
una raza humanoide con un cráneo mucho más desarrollado administrar
a hombres de capacidades muy inferiores en un estadio previo a la
civilización? No es sencillo inferir las motivaciones superiores
desde una posición inferior. Sin embargo para alcanzar una respuesta
a veces basta con juntar dos preguntas que carecen de ella. Y una es
la respuesta de la otra.
¿Por qué el oro?
Tal vez esa pregunta no corresponda al ser humano común. ¿Por qué
una corona? Tal vez la respuesta carezca de sentido desde nuestra
posición. Sin embargo la corona de oro sigue siendo hasta hoy en día
el símbolo indiscutible del poder. Y el símbolo es tal vez lo único
que queda de una milenaria historia olvidada. Y en el símbolo se
encuentra la inaccesible respuesta encerrada.
Viendo el estado
presente de nuestras civilizaciones y lo poco de su historia que el
ser humano recuerda tal vez uno pueda hacerse una idea de un ciclo
que alcanza a incontables generaciones de hombres.
El de civilizaciones
que extraen afanosamente el oro de las entrañas de la tierra sin más
razón que adornarse ellos o sus edificaciones o artilugios, que lo
utiliza como representación del valor para sus intercambios hasta
convertirlo en sinónimo de riqueza sin que el hombre común pueda
encontrar apenas razón en ello.
Algunos de los
escritos más antiguos que el ser humano ha sido capaz de conservar
hablan de un gran diluvio, un gran cataclismo que barrió la tierra y
lo que pudiera haber sobre su faz. Desde siempre las mayores
concentraciones de población en las diferentes culturas se han
asentado en las proximidades de los ríos o en mayor medida del mar,
a lo largo de la línea costera. Especialmente expuestas a un gran
cataclismo como pudiera ser una gran subida del nivel del mar u otras
catástrofes a consecuencia de la actividad sísmica. Los terremotos
por lo que hoy sabemos forman parte de la actividad geológica
natural del planeta pero también podrían presentarse como resultado
del impacto de un bólido de tamaño significativo contra la corteza
terrestre.
Tal vez uno de los
testimonios más antiguos que se ha conservado sobre acontecimientos
de este tipo sea la leyenda de los tres reyes magos de oriente. Cada
cultura ha tratado de preservar la información relevante a través
de la historia aunque siempre ha resultado sometida a severas
deformaciones, intencionadas o no.
Por lo que sabemos
llegó hasta Platón la historia de un gran cataclismo varios
milenios antes de que él caminara por el mundo. Hoy no se le concede
a sus afirmaciones crédito alguno por parte de un stablishment
científico que, de encontrarse en el antiguo Egipto, probablemente
llevaría un sombrero extrañamente alargado sobre su cabeza.
Del mismo modo hay
diversos testimonios de que el ser humano ha sido asistido al asentar
los fundamentos de sus civilizaciones desde fuentes diversas e
independientes pero obviamente no se les concede credibilidad alguna.
De hecho es probable que sostener la idea de que el ser humano esté
siendo dirigido y tutelado por una raza no humana sea motivo más que
suficiente para terminar encerrado en un psiquiátrico con una
lobotomía farmacológica gratuita.
Fermi se equivocó.
La paradoja que expresó y lleva su nombre, como todas las paradojas,
falla en su planteamiento, algo que ya anuncian los principios
herméticos ¿Cómo es posible que dado el enorme tamaño de las
galaxias, del universo, estemos solos? ¿Dónde están todos? La
respuesta es bien sencilla: ni estamos solos ni lo hemos estado
nunca. Están exactamente aquí y desde antes que nosotros.
Por eso resulta tan
irónico utilizar el término extraterrestres que es la palabra que a
cualquier lector le habrá venido a la mente desde hace ya unas
cuantas líneas. Más irónico resulta aún que, viendo la situación
del llamado eslabón perdido, es probable que los extraterrestres
seamos nosotros, el ser humano común.
Es francamente
probable que como especie nos bastemos solos para causar nuestra
propia extinción y no se requiera para ello acudir a factores
externos. Se ha acuñado el concepto “gran filtro” para explicar
en parte que no se haya identificado aún otras formas de vida más
allá de nuestro planeta, lo que no se ha definido con precisión es
en que podría consistir exactamente ese gran filtro. Tal vez la
corona de oro tenga algo que ver con ello.
Y es que para una
supuesta civilización lo bastante avanzada que utilice máquinas
biológicas, como pueda serlo el hombre común, para sus propósitos
a nivel de mano de obra podría ser peligroso que la organización de
dichas especies cobrara conocimiento de la situación real.
Lo más lógico
sería utilizar a algunos de esos seres humanos comunes como
dirigentes para asentar las líneas maestras de un desarrollo que ya
estaría trazado de forma tan rígida como una vía férrea.
Dotar a la masa
productiva de los conocimientos técnicos necesarios para desempeñar
funciones de complejidad creciente pero privarles de toda aquella
información que pueda despertar la conciencia acerca del sistema en
que se hallan inmersos y sus causas.
Hawking expresó
recientemente su preocupación acerca de cualquier contacto con otras
posibles civilizaciones extraterrestres evocando el mal llamado
descubrimiento de América en 1492.
Es posible que eso
ya haya sucedido. Es posible que vuelva a suceder. Es posible que ya
esté sucediendo. De hecho es posible que explique nuestro origen
mismo.
Y si en algún
momento el tren descarrila, si esa masa productiva que es la
maquinaria biológica cobra conciencia y se rebela contra el injusto
orden que les somete, si deja de cumplir su función deja de tener
utilidad. Corresponde por lo tanto borrar todo vestigio de
conocimiento a golpe de cataclismo y volver a levantar desde las
cenizas una nueva civilización productiva. Tal vez baste con algún
sutil juego de manos para que simplemente se aniquilen entre ellos.
Incluso puede que no requiramos de ninguna ayuda para ello. Pero eso
no explica algo tan aparentemente absurdo como lo es la corona de
oro.