domingo, 12 de mayo de 2019

La isla ausente

El buceo tiene un cierto efecto narcótico. No ya por la mezcla de gases que se respira sino por el vínculo que se establece con ese otro mundo que hay ahí abajo, bajo la superficie. Flotar como volando, a cámara lenta, aislado del ruido al que estamos acostumbrados pero a la vez en un medio que lo transmite mejor. Las burbujas y el ruido acompasado del respirador. Se diría que incluso el tiempo transcurre a otro ritmo.

Y sólo eso, pasear deslizándote lentamente por otro mundo, casi otro planeta un medio que no te corresponde, por un lugar al que no perteneces. Y contemplar la sinuosa propulsión de los pulpos o medusas, la elegante ondulación de las mantas y el diverso colorido de sus habitantes. Me encanta bucear, esa es mi liberación y mi condena.

Tanto como me gusta como para irme solo a una cueva perdida en la roca en cuanto tengo algunos días libres. Por supuesto no es nada recomendable pero cuando llevas tantas horas de inmersión como yo es pura rutina. Me siento más extraño sentado en el sofá frente al televisor, como un pez fuera del agua.

Sin embargo el buceo no es algo que tomar a la ligera. Jamás hay que olvidar que uno se adentra en un medio ajeno y hostil y el más mínimo error encierra el potencial de terminar en catástrofe. De ser el último. Es inevitable confiarse en cierta medida con el paso de los años, por eso un susto de vez en cuando no está de más a modo de recordatorio. Siempre que se quede en eso, claro.

Yo seguí mi protocolo a pies juntillas: el parte meteorológico, repuestos para todo y prudencia antes en exceso que en defecto. Bastante riesgo conlleva el mero hecho de bucear solo. Me cansé rápido de los grupos, suelen arruinar una experiencia que para mí es casi mística. Conlleva muchas incomodidades y requiere ser no poco metódico pero una vez abajo todo desaparece y un nuevo mundo abre sus puertas.

Por eso estaba entre las agostas paredes de una oscura cueva después de casi cien metros de descenso. Las cuevas son especialmente peligrosas, ya no por la falta de luz y lo angosto a veces de las paredes o su trazado laberíntico, sino porque las corrientes pueden jugar malas pasadas. Pero en ocasiones ofrecen paisajes inigualables. Bueno, tal vez alguien lo pueda encontrar aburrido, pero a mí es lo que más me gusta. Esa sensación de introducirte en las entrañas mismas del misterio de la naturaleza. Esa exploración, esa aventura.

Y a pesar de no escatimar las precauciones y de ir preparado para lo inesperado me estaba hallando en serios problemas. Lo primero que noté fue como se enturbiaba el agua. Al poco el temblor se hizo más evidente y ya desdibujaba cualquier punto en el que tratara de enfocar la vista, la linterna sólo un punto de luz, como una mancha blanca alumbraba nada concreto.
Instintivamente busqué refugio apoyando una mano en la roca de la pared y noté la vibración, ya palpable también en el agua.

Parecía que la caverna entera se iba a hacer pedazos encima mío. Eso o se pasa en un rato. Pero no, ninguna de las dos, continuó más y más, aumentando hasta despertar un ruido, primero sutil, al poco atronado.
Era un ruido grave, profundo y lejano. Y sin embargo se diría que un avión estaba aterrizando justo allí mismo, en aquella cueva, justo sobre mi cabeza. Y no cesaba. El agua era un turbio amasijo que no permitía ni siquiera comprobar la integridad de las paredes que me daban cobijo, noté el contacto tal vez de alguna piedra cayendo o quizás algún animal con tanto pánico como yo.

Por un momento, en mitad de aquel desgarro ensordecedor, pensé retroceder hasta la salida. No había forma de encontrarla sin ver a más de medio metro. Me agazapé en una esquina entre la pared y el suelo pensando sólo en que aquello acabara. me tapé los oídos con las manos que empezaban a doler y cerré los ojos que nada tenían para ver esperando que aquel espantoso estruendo cesara antes de que me arrastrara a la locura. Hasta entonces no sabía realmente lo que era el miedo.

Y aquello no paraba, se diría, que el mundo se estaba partiendo por la mitad. Miré el cronómetro, no podría esperar indefinidamente aunque aún tenía un margen amplio. La situación se alargó hasta lo inexplicable. Ya iba buscando la salida a tientas cuando el ruido se redujo y después de algunos repuntes finalmente cesó. Aún me quedaban varios metros de ascenso en las peores condiciones imaginables. Intenté controlar la respiración y calmarme para administrar la mezcla de los tanques.

¿Qué había pasado? Si al salir de la gruta hubiera aparecido en otro planeta en el extremo opuesto del universo mi sentido de la lógica habría quedado en alguna medida complacido. Pero no, fue algo más extraño, si cabe, Más mundano, más ordinario pero inesperado y por esa mezcla, nada exótica, resultaba más extraño aún. La obertura de la cueva por donde había entrado, a varias decenas de metros bajo la superficie aparecía desde lo lejos brillantemente iluminada.

Salvé los pocos metros que me separaban de la luz para darme cuenta de que el agua apenas cubría la mitad de la entrada. Estaba en la superficie. Mi cabeza emergió al aire casi sin darse cuenta. Miré a mi alrededor, no entendía nada. A lo lejos se veía una costa que no reconocí, la caverna antes sumergida se mostraba ahora como un saliente imponente que recogía la espuma del mar entre sus escollos. De mi embarcación, ni rastro. Afortunadamente no estaba lejos de aquella playa que no reconocía en absoluto, ni siquiera en su orientación. El sol brillaba con fuerza pero a los lejos se dibujaban nubes oscuras y se escuchaban ecos de truenos lejanos.

Noté que algo no estaba bien a medida que me acercaba, sólo había un horizonte de un relieve desconocido. Cuando por fin llegué me dejé caer de espaldas, rendido. Respiré unas cuantas veces para recuperar el aliento, nunca había estado tan contento de encontrarme en tierra firme. Al poco me di la vuelta sobre mi mismo para otear el horizonte, aún tumbado y jadeando. Arena. Piedras. Rocas. Algún montículo escarpado. Y algo de vegetación, chafada contra el suelo. Fijé la vista un poco más. Entre el lecho de rocas aún húmedo había innumerables cadáveres de topo tipo de peces, algunos aún se movían en un exiguo charco. Me di la vuelta y contemplé el mar. Tan aparentemente normal, como su no fuera con el la cosa, con sus olas rompiendo en aquella nueva orilla. Como si siguiera como siempre, como si no hubiera hecho nada.

Me quité las aletas y el resto de equipo. No sabía donde estaba. Miré hacia el cielo y calculé una hora aproximada. Caminé en la dirección a la isla de la que había partido en mi expedición. Los relámpagos brillaban a lo lejos anunciando el rugido del trueno. Un terremoto, sin duda, claro. Bueno, para mí un maremoto. Muy intenso, debía estar cerca del epicentro. ¿Tal vez una erupción? Dejé las botellas en la playa, no tenía más que el mono de neopreno que llevaba puesto. Ni siquiera agua. El cuchillo, la linterna, el cronómetro. Llevé conmigo las aletas y las gafas por lo que pudiera ser, pero no podía cargar con el peso de las botellas caminado sobre las rocas con los pies desnudos.

Llevaba ya un buen rato avanzando y ni rastro de la isla, sólo oteaba un extraño horizonte de tormentas. ¿Tal vez barrida por una ola? Aún así debería quedar algún resto visible. Los cadáveres que hayan mostraban cada vez mayor tamaño, pero había dejado el mar a la espalda aunque sabía que en cierto modo lo estaba pisando, y el sol... No encajaba, no. Seguí avanzando penosamente, salvando las molestas piedras de terreno en una misma dirección sin conseguir orientarme. Durante mucho más tiempo del que hubiera imaginado hasta que por fin lo vi, a lo lejos.

Era un pecio. Lo fue. Ahora sólo era el absurdo cadáver de un viejo barco en mitad de un desierto que empezaba a formar charcas de salmuera. Ya había estado antes allí, buceando. Cuando lo cubrían varios metros de agua. No parecía haberse movido en absoluto, ya era uno con el fondo. Volví a mirar atrás. Tal vez una impensable masa de agua volviera a cubrirnos en cualquier momento. Pero no, sólo una nerviosa brisa. Volví a mirar al cielo, dibujando desde mi memoria la trayectoria del sol por el cielo hasta el punto en el que ahora se hallaba.

Y en mi cabeza visualicé un mapa: la gruta, el pecio, la isla ausente. Y volví a mirar a aquel sol mentiroso. Jamás hubiera pensado que ya no saldría por el este.