viernes, 25 de marzo de 2016

Hay millones de estrellas

El 16 de Noviembre 1974, para conmemorar la remodelación del radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se emitió un mensaje en forma de ondas de radio diseñado por un grupo de especialistas en la materia.

La intención era, aprovechando la extraordinaria potencia de ese juguete tecnológico, enviar un mensaje que llegara lo más lejos posible y eventualmente pudiera ser recibido por alguna distante forma de vida extraterrestre. Un poco en la línea del famoso mensaje que aún porta la sonda Voyager pero sin el Jhonny B. Goode de Chuck Berry.

Largo y solitario viaje el de esas ondas de radio. El que emprende una viaje nunca es el mismo que llega a destino, pensó. Seguro que hay uno o dos refranes orientales que lo refrendan. Tal vez para las ondas no sea tan distinto.

Él desde luego no era el mismo después de largo viaje que había culminado recientemente con su doctorado en física. Para él la física era la reina de las ciencias, el rey, indiscutiblemente, era la matemática, su primera opción. El lenguaje del universo, solía decir. El idioma de Dios, pensaba en silencio.

Sus años de formación le habían enseñado también a eludir ciertas expresiones que, aún sin ánimo de ser trascendentes, convenía evitar en los círculos en los que se venía desenvolviendo. Antes no había que cuidar y medir tanto las palabras, recordaba cuando era un chiquillo y podía expresarse con más libertad, sin miedo a que cada una de sus afirmaciones fuera medida, sopesada, escudriñada, evaluada y finalmente juzgada y clasificada. Así veía a la mayoría de sus colegas. Y en esos círculos disentir de la mayoría tenía un precio muy alto. Había sido un camino largo de varios años de dedicación pero ni punto de comparación con el viaje de aquellas ondas de radio o el enorme viaje de la luz de las estrellas. Le fascinaban las distancias de la escala astronómica, veía en ellas la épica de la creación.

Y por un momento pensó en aquellas ondas de radio viajando por el vacío indefinidamente de otra manera. Por un momento recordó el efecto doppler, responsable del corrimiento al rojo o al azul de la luz de los astros en su viaje. Sucede porque varía la longitud de onda emitida desde un cuerpo en movimiento y, bueno, de hecho todo está en movimiento.

Pensó en como el efecto doppler deformaría el mensaje que se envíó en 1974 a un lejano cúmulo estelar, cuantificarlo requeriría hacer muchos números, pero no debería ser nada despreciable, probablemente a unos pocos años luz de camino resultara en un ruido ininteligible, sonrió sardónico.

Según el efecto doppler si la señal se aleja del observador la longitud de onda que se percibe aumenta, si se acerca, se reduce. De hecho las ondas de radio no dejan de ser ondas electromagnéticas con la mayor longitud de onda, mucho mayor que la luz visible, los infrarrojos o las microondas.

¡Las microondas! Después de todo, el camino del mensaje de radio no sería tan solitario, de hecho el mal llamado vacío espacial es una sopa, entre otras cosas, de microondas, uno de los principales puntos que avalan la teoría del Big Bang. Pero un momento. ¿Podría el efecto doppler distorsionar lo suficiente una serie de ondas de radio hasta hacerlas perceptibles a un observador en el rango siguiente a éstas, el de las microondas?

Recordó por un momento el mapa de la radiación cósmica de fondo, de esas microondas que pueblan copiosamente todo el universo y por un momento lo vio con otros ojos. Tendría que hacer los números, tenía que descartar esa idea y la frase que le vino como un rayo a la mente. Recordando aquella vieja película de ciencia ficción que en parte lo había motivado en su vocación, escuchó una vez más en su pensamiento la voz de Hal 9000: ¡Dios mío, hay millones de estrellas!

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