La vida es dura
aquí. Los inviernos fríos y los veranos abrasadores. Hay otra
pequeña aldea al norte del río donde las noches son aún más
frías. Más allá sólo la espesura. No solemos alejarnos demasiado,
lo suficiente para dar con algún venado desprevenido y evitando
desagradables encuentros con los osos. Algunas noches de verano se
los puede oír rondando la empalizada de la aldea, así como el
aullido de los lobos.
Comemos la carne,
curtimos la piel y afilamos los huesos pero en realidad es el río el
que nos brinda todo lo que necesitamos, agua fresca y pesca
abundante. También plantamos algunas semillas. Y quemamos leña,
mucha leña. Así lo hizo el padre de mi padre y su padre también,
así ha sido siempre. No somos muchos un par de familias aquí y otra
en la aldea del norte y nunca nos alejamos demasiado, no es seguro.
Algunas noches nos
sentamos junto al fuego y el abuelo cuenta historias, las mismas que
al él le contaron los ancianos y que otros seguirán contando cuando
les cubra la tierra, de cuando las personas vivían en aldeas más
grandes, muchas personas y había muchos frutos y manjares que hoy ya
no conocemos.
No está permitido
alejarse de la aldea aunque todos han sentido en algún momento la
tentación de hacerlo. Los pocos que lo han hecho no han vuelto.
Afuera los peligros son numerosos y el clima, lejos de la fogata y la
tienda, lo bastante arduo como para dormir a un hombre para siempre.
Algunos partieron en
busca de la gran aldea de las historias de los ancianos aún con la
advertencia de que nada quedó de ella. El fuego de la guerra lo
arrasó todo. El padre de todos escapó hasta aquí junto a la madre
de todos, huyendo de la muerte que alcanzó al resto. La familia fue
creciendo y algunos levantaron la pequeña empalizada al norte del
río. Nunca queda nadie fuera cuando se pone el sol y empiezan los
cánticos de los lobos.
Si hay alguna
partida de caza salen pronto con el sol y suelen volver antes del
mediodía. Ahumamos la carne sobrante, no es bueno salir demasiado de
caza, es demasiado peligroso. Nunca nos hemos encontrado con otras
personas de otras aldeas, si es que las hay, como algunos creen, pero
los ancianos siempre han contado que somos los últimos de nuestra
raza. Por eso es tan importante que no nos pongamos en peligro.
Incluso sin salir de nuestro hogar algunos de los niños y recién
nacidos mueren de fiebres. Los enterramos junto a los padres de
todos, bajo un cruz de madera, como se dejó dicho.
A los más jóvenes
no nos dejan ir con las partidas de caza pero podemos pescar en el
río. Por lo general es un remanso tranquilo salvo en la época del
deshielo que baja más acaudalado y “la corriente podría
arrastrarte como a una hoja seca”, me advirtió mi padre. Y eso es
exactamente lo que me ha sucedido, el pez era enorme y en una
sacudida me ha llevado al agua y a la corriente tumultuosa, esta vez
ha ganado él.
Ahora estoy empapado
y muy lejos del campamento, no sé cuanta distancia he recorrido con
la corriente y el sol ya está muy bajo, ni siquiera veo el humo de
la aldea. Debería ser sencillo, remontar el curso del río hasta dar
de nuevo con la aldea, buscar algún lugar elevado desde el que
localizar el humo de la fogata en el horizonte pero después de caer
por el salto de agua no reconozco nada de lo que me rodea y he caído
con la corriente mucho tiempo antes de poder escapar de ella hacia
una orilla.
Tengo golpes y
cortes por todo el cuerpo y tiemblo de frío, agotamiento y miedo.
Remontar el río no va a ser tan sencillo, la luz declina entre las
nubes y el terreno escarpado me obligar a trepar o rodear algunas
elevaciones. Cuando el sol se ponga, alejado del río, no será tan
fácil orientarse. Difícilmente podría hacer un fuego para pasar la
noche y si es demasiado fría podría no despertar.
He de permanecer en
movimiento. He de entrar en calor. Pensaba que mi único problema
sería dar con el camino de vuelta, una silueta oscura deslizándose
entre los árboles me obliga a distanciarme aún más del río
caminando alejándome de él. Va a ser una noche muy larga, con
suerte.
La oscuridad ya es
casi completa bajo los árboles y los sonidos del bosque me
envuelven, trato de aguzar los sentidos sin detenerme pero la tenue
realidad que me envuelve se desvanece ante mis ojos a los pocos
metros en un vacío negro e insondable. Los ruidos en cambio llegan
de todas partes. Las pisadas suaves y firmes sortean los obstáculos
más inmediatos sin saber en qué momento podrían conducirme hasta
las fauces de un oso o quien sabe si algo peor.
Toda la noche
transcurre en completa tensión caminado entre la maleza en un enorme
rodeo eludiendo algunos rugidos lejanos, de hecho apenas he podido
avanzar sobre el curso del río y me encuentro al pie de unas
montañas desconocidas, tal vez ascendiendo con la nueva luz del día
pueda situarme mejor y reconsiderar mis posibilidades.
Quizás envíen
alguna partida de búsqueda, tal vez pueda ubicar por fin la columna
de humo de las aldeas desde alguna colina. Tal vez pueda descansar y
reponer algunas energías al calor del sol. Quizás encontrar algún
pequeño arroyo entre las piedras en el que saciar la sed.
Encuentro durante el
ascenso un pequeño curso de agua, no hay mejor sabor que el del agua
fresca saciando la sed. Cierro los ojos descansando un instante.
Cuando los abro me está observando, desde el otro lado un enorme oso
pardo. Está muy cerca, no comprendo como no lo he oído llegar.
Me incorporo
lentamente, tal vez sólo esté interesado en el agua. Me alejo
algunos pasos de espaldas, despacio y a tientas mientras me
contempla. Cuando he ganado la distancia suficiente me doy la vuelta
y empiezo a correr y trepar por los salientes más abruptos que soy
capaz de salvar.
No me detengo
durante largos jadeos con el sudor resbalando a chorros por el
rostro, ya el sol se ha elevado alto sobre el horizonte y no tengo ni
la menor idea de donde estoy. Alcanzo un pequeño cerro cercano con
algunos esfuerzos más con la esperanza de poder encontrar alguna
referencia familiar, el oscuro humo de las fogatas a lo lejos o por
lo menos el curso plateado del río.
Giro sobre mí mismo
desde la altura describiendo un círculo completo, tal vez algunos
destellos brillantes entre la vegetación se divisan lejanos que
pudieran formar parte del río del que tanto me he alejado, ni rastro
de humo entre las nubes en la dirección aproximada en la que creo
que la aldea debiera estar, tal vez el viento no sople a mi favor.
Aprovecho para otear
en otras direcciones hacia horizontes sobre los que nunca antes se
habían posado mis ojos, bosques que se extienden por la falda de la
formación rocosa que se eleva frente a mí, en la distancia, dejo a
la mirada pasear sobre el cielo, las nubes y la roca desnuda, al
principio sólo parece un capricho de la montaña. Pero no es sólo
un capricho, ni dos ni tres, sino cuatro. Cuatro cabezas enormes
esculpidas cerca de la cima, en la pared de la montaña, cabezas
humanas.
Y por un momento me
olvido del río serpenteante y de la columna de humo que señala el
camino de regreso al hogar. Debo ir hasta allí. Hay alguien más.
Tiene que haber alguien más.
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