jueves, 21 de septiembre de 2017

La montaña


La vida es dura aquí. Los inviernos fríos y los veranos abrasadores. Hay otra pequeña aldea al norte del río donde las noches son aún más frías. Más allá sólo la espesura. No solemos alejarnos demasiado, lo suficiente para dar con algún venado desprevenido y evitando desagradables encuentros con los osos. Algunas noches de verano se los puede oír rondando la empalizada de la aldea, así como el aullido de los lobos.

Comemos la carne, curtimos la piel y afilamos los huesos pero en realidad es el río el que nos brinda todo lo que necesitamos, agua fresca y pesca abundante. También plantamos algunas semillas. Y quemamos leña, mucha leña. Así lo hizo el padre de mi padre y su padre también, así ha sido siempre. No somos muchos un par de familias aquí y otra en la aldea del norte y nunca nos alejamos demasiado, no es seguro.

Algunas noches nos sentamos junto al fuego y el abuelo cuenta historias, las mismas que al él le contaron los ancianos y que otros seguirán contando cuando les cubra la tierra, de cuando las personas vivían en aldeas más grandes, muchas personas y había muchos frutos y manjares que hoy ya no conocemos.

No está permitido alejarse de la aldea aunque todos han sentido en algún momento la tentación de hacerlo. Los pocos que lo han hecho no han vuelto. Afuera los peligros son numerosos y el clima, lejos de la fogata y la tienda, lo bastante arduo como para dormir a un hombre para siempre.

Algunos partieron en busca de la gran aldea de las historias de los ancianos aún con la advertencia de que nada quedó de ella. El fuego de la guerra lo arrasó todo. El padre de todos escapó hasta aquí junto a la madre de todos, huyendo de la muerte que alcanzó al resto. La familia fue creciendo y algunos levantaron la pequeña empalizada al norte del río. Nunca queda nadie fuera cuando se pone el sol y empiezan los cánticos de los lobos.

Si hay alguna partida de caza salen pronto con el sol y suelen volver antes del mediodía. Ahumamos la carne sobrante, no es bueno salir demasiado de caza, es demasiado peligroso. Nunca nos hemos encontrado con otras personas de otras aldeas, si es que las hay, como algunos creen, pero los ancianos siempre han contado que somos los últimos de nuestra raza. Por eso es tan importante que no nos pongamos en peligro. Incluso sin salir de nuestro hogar algunos de los niños y recién nacidos mueren de fiebres. Los enterramos junto a los padres de todos, bajo un cruz de madera, como se dejó dicho.

A los más jóvenes no nos dejan ir con las partidas de caza pero podemos pescar en el río. Por lo general es un remanso tranquilo salvo en la época del deshielo que baja más acaudalado y “la corriente podría arrastrarte como a una hoja seca”, me advirtió mi padre. Y eso es exactamente lo que me ha sucedido, el pez era enorme y en una sacudida me ha llevado al agua y a la corriente tumultuosa, esta vez ha ganado él.

Ahora estoy empapado y muy lejos del campamento, no sé cuanta distancia he recorrido con la corriente y el sol ya está muy bajo, ni siquiera veo el humo de la aldea. Debería ser sencillo, remontar el curso del río hasta dar de nuevo con la aldea, buscar algún lugar elevado desde el que localizar el humo de la fogata en el horizonte pero después de caer por el salto de agua no reconozco nada de lo que me rodea y he caído con la corriente mucho tiempo antes de poder escapar de ella hacia una orilla.

Tengo golpes y cortes por todo el cuerpo y tiemblo de frío, agotamiento y miedo. Remontar el río no va a ser tan sencillo, la luz declina entre las nubes y el terreno escarpado me obligar a trepar o rodear algunas elevaciones. Cuando el sol se ponga, alejado del río, no será tan fácil orientarse. Difícilmente podría hacer un fuego para pasar la noche y si es demasiado fría podría no despertar.
He de permanecer en movimiento. He de entrar en calor. Pensaba que mi único problema sería dar con el camino de vuelta, una silueta oscura deslizándose entre los árboles me obliga a distanciarme aún más del río caminando alejándome de él. Va a ser una noche muy larga, con suerte.

La oscuridad ya es casi completa bajo los árboles y los sonidos del bosque me envuelven, trato de aguzar los sentidos sin detenerme pero la tenue realidad que me envuelve se desvanece ante mis ojos a los pocos metros en un vacío negro e insondable. Los ruidos en cambio llegan de todas partes. Las pisadas suaves y firmes sortean los obstáculos más inmediatos sin saber en qué momento podrían conducirme hasta las fauces de un oso o quien sabe si algo peor.

Toda la noche transcurre en completa tensión caminado entre la maleza en un enorme rodeo eludiendo algunos rugidos lejanos, de hecho apenas he podido avanzar sobre el curso del río y me encuentro al pie de unas montañas desconocidas, tal vez ascendiendo con la nueva luz del día pueda situarme mejor y reconsiderar mis posibilidades.

Quizás envíen alguna partida de búsqueda, tal vez pueda ubicar por fin la columna de humo de las aldeas desde alguna colina. Tal vez pueda descansar y reponer algunas energías al calor del sol. Quizás encontrar algún pequeño arroyo entre las piedras en el que saciar la sed.

Encuentro durante el ascenso un pequeño curso de agua, no hay mejor sabor que el del agua fresca saciando la sed. Cierro los ojos descansando un instante. Cuando los abro me está observando, desde el otro lado un enorme oso pardo. Está muy cerca, no comprendo como no lo he oído llegar.
Me incorporo lentamente, tal vez sólo esté interesado en el agua. Me alejo algunos pasos de espaldas, despacio y a tientas mientras me contempla. Cuando he ganado la distancia suficiente me doy la vuelta y empiezo a correr y trepar por los salientes más abruptos que soy capaz de salvar.

No me detengo durante largos jadeos con el sudor resbalando a chorros por el rostro, ya el sol se ha elevado alto sobre el horizonte y no tengo ni la menor idea de donde estoy. Alcanzo un pequeño cerro cercano con algunos esfuerzos más con la esperanza de poder encontrar alguna referencia familiar, el oscuro humo de las fogatas a lo lejos o por lo menos el curso plateado del río.

Giro sobre mí mismo desde la altura describiendo un círculo completo, tal vez algunos destellos brillantes entre la vegetación se divisan lejanos que pudieran formar parte del río del que tanto me he alejado, ni rastro de humo entre las nubes en la dirección aproximada en la que creo que la aldea debiera estar, tal vez el viento no sople a mi favor.

Aprovecho para otear en otras direcciones hacia horizontes sobre los que nunca antes se habían posado mis ojos, bosques que se extienden por la falda de la formación rocosa que se eleva frente a mí, en la distancia, dejo a la mirada pasear sobre el cielo, las nubes y la roca desnuda, al principio sólo parece un capricho de la montaña. Pero no es sólo un capricho, ni dos ni tres, sino cuatro. Cuatro cabezas enormes esculpidas cerca de la cima, en la pared de la montaña, cabezas humanas.

Y por un momento me olvido del río serpenteante y de la columna de humo que señala el camino de regreso al hogar. Debo ir hasta allí. Hay alguien más. Tiene que haber alguien más.

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