sábado, 27 de julio de 2019

El monstruo

Los periódicos lo llamaron el monstruo de Amstetten. Ya había salido algún caso más de chicas encerradas en un sótano por sus captores en aquellos años. Lo que hizo de este particularmente espeluznante es que la chica era su hija y llegó a dar a luz descendencia. No creo que haga falta aportar más detalles del horrible escenario inimaginable que en cierta medida todos nos podemos imaginar.

El fenómeno en otros casos era similar. No es un pensamiento agradable, pero el mundo es lo bastante grande para que haya alguien esposado a un catre ahora mismo. Naturalmente se entienden como casos aislados pero existe un patrón con rasgos comunes. Sin embargo el objetivo de estas líneas no es extrapolar esa situación a otras mujeres que lo pudieran estar sufriendo sino extrapolarlo en escala. Porque tal vez estemos todos en una situación análoga.

Porque si un hombre con una propiedad puede secuestrar y retener contra su voluntad a una mujer, además su hija, para la satisfacción de sus necesidades, en este caso sexuales, en una población que son lugares concurridos y responsabilidad de una cierta autoridad, ¿qué podría suceder en mitad de ninguna parte?
Tal vez en el rincón más remoto del planeta, o aún más, más distante aún, en un pequeño planeta azul perdido en mitad de ninguna parte.

¿Qué podría suceder si algún día nuestra civilización alcanzara la tecnología para desplazarse por el espacio inabarcable y esta se normalizara tanto como un vuelo transoceánico hoy en día? Con un servicio de vuelos regulares, algunas compañías e individuos acaudalados disponen de jets privados.
Sería absolutamente lamentable que una civilización con un desarrollo ético tan deficiente desarrollara sin embargo tecnología con tales capacidades.
Sobran ejemplos en nuestra historia.

Hoy por hoy es indecible para nosotros la cantidad de mundos más o menos habitables que puedan llegar a existir perdidos en la inmensa distancia.
Virtualmente imposible de someter a un control exhaustivo. Y digo más o menos habitable porque este paraíso nuestro, el único que conocemos tiene más bien poco de paraíso. La mayor parte de su superficie es un vasto océano y sobre la tierra firme el animal que es el hombre no encuentra acomodo en ningún caso.

En verano calor y en invierno frío, o agua en las lluvias y sed en la sequía. Lo cierto es que una persona simplemente parada de pie en un punto al azar del planeta no sobrevive indefinidamente. El sol nos atraviesa de día y el frío nos hiela en la noche, obligándonos a cubrirnos con algo más que una simple hoja de parra, si es que tales pudores tienen sentido. Lo cierto es que este planeta está muy lejos de ser un paraíso en cualquier ámbito y sentido, ni siquiera en los climas templados.

Del paraíso, cuenta el libro, fuimos expulsados. No nosotros, claro. Nuestros supuestos ancestros Adán y Eva. Por el pecado del conocimiento, dicen. Menos mal que no se cuenta entre los capitales. Algunos tratan incluso de buscar el jardín del Edén en la superficie del globo, tal vez guiados por una lectura equívoca de unas páginas de las que quizás nada se puede entender. Y tal vez crean encontrarlo en la que suponen cuna de la civilización.

Quien no querría hallar un paraíso, o por lo menos un rincón tranquilo. Bien, de hallarse el modo de viajar por el espacio eso sería posible para todos. Para todo aquel que pudiera costearlo, claro. A buen seguro reduciría la presión el el mercado inmobiliario. De hecho se han vendido parcelas en nuestra propia luna a algunos individuos adinerados, o eso escuché una vez. No entiendo ni quien ni con que potestad pero se decía que el mismísimo George Lucas adquirió una, y si no recuerdo mal, si es verdad, fue antes de vender a Disney sus estudios, algunos lo llaman invertir, otros no saber que hacer con el dinero.
Prefiero pensar que es sólo una broma pero por si acaso, George, dudo que puedas hacer una prospección adecuada de tu terreno.

Sin embargo si se hallara la manera de cubrir las enormes distancias del cosmos, quién sabe, tal vez existieran más planetas de los que nadie fuera capaz de arrogarse, aunque eso es despreciar con mucho la arrogancia por infinitos que fueran.
Habrían entonces unos mundos centrales, cuna de la civilización en expansión por el espacio que alcanzara tal tecnología y sus aledaños y existiría una frontera inmensa e inenarrable de espacio desconocido. Y si la vida tiene una condición común es la exploración.

Por lo tanto, nada impediría a un individuo o individuos hallar una pequeña isla sin cartografiar en mitad del cosmos, o simplemente olvidada por carecer de interés. Ya tenemos el sótano. Y, siendo que las materias primas difícilmente pueden dejar de tener valor en un mundo material por mucho que avance la tecnología, crear un ejército de androides que extraiga la riqueza y preste los servicios que convenga. Deberían repararse a sí mismos y formar un sistema cerrado autosuficiente con el planeta, extraer los recursos necesarios para su mantenimiento además del excedente para los interesados en tal proyecto.

Sería ideal reducir al mínimo la inversión inicial en lugar de tener que sufragar ese ejército de máquinas. Y la forma más obvia es utilizando máquinas biológicas como somos los seres humanos, por ejemplo. Y es que si además el parecido de esas máquinas biológicas, animales, en resumen, fuera suficiente para con su creadores, además de la extracción de recursos podrían prestar otros servicios, digamos más privados. Y quien sabe lo que ocurriría con ese sistema cuando creciera. Los responsables del proyecto siempre jugarían con un as en la manga que salvo descuido jamás dejarían entrever. O tal vez lo usaran ante los mismos ojos de los hombres incapaces de dar crédito a lo que ven, quien sabe que erráticas políticas podría seguir la dirección de tan torcida empresa. Tal vez fueran tomados por dioses. Y el ser humano creado a su imagen y semejanza.

Así que quizás, como decía al principio, todos nos hallemos de algún modo, y salvando las distancias, encadenados a ese sótano como esclavos privados de la luz del conocimiento. Y peor aún, sin saberlo y tomando nuestro lúgubre cobijo por el paraíso que jamás fue y a nuestros captores por divinidades a lo largo de las páginas de la historia. La única diferencia es nosotros ni siquiera sabemos el nombre de nuestro monstruo.


Pero ni siquiera la eternidad del cosmos es frontera para un rumor. Y las fortunas que rápido se amasan rápido se suelen gastar. Y es que al fin y al cabo, aunque lo suficiente parecidos y lo suficiente diferentes, somos también hombres. Mejor no imaginar las deformidades de la genética en pos del esclavo perfecto. Ni demasiado fuerte, ni demasiado débil, ni demasiado inteligente, ni demasiado carente de raciocinio. A su imagen y semejanza nunca en ninguna parte ha significado igual. Significa parecido. Y parecido significa en realidad diferente. En el caso que nos ocupa, por lo menos más allá de la apariencia.

Pero tarde o temprano algún tipo de autoridad encontraría si no ha encontrado ya este pequeño proyecto paralelo a la civilización. Y sus promotores, seguramente habiendo transguedido más leyes que las escritas argumentaran lo invaluable del proyecto en términos de experimentación a diversos niveles.
El panorama que hallaría una supuesta federación galáctica, sería cuanto menos desconcertante y su gestión materia de arduos debates.


¿Qué hacer con una civilización paralela, numerosísima, casi de la población de la original repartida por varios mundos, con todos los individuos afectados por un serio deterioro cognitivo inducido genéticamente? Una especie al fin y al cabo distinta, violenta por la programación hormonal que garantizara un rápido crecimiento de la población y las demandas del trabajo físico, obnubilada desde tiempos inmemoriales por tecnología que era magia a sus ojos y que idolatraba a sus poseedores como a dioses. ¿Qué hacer con la raza humana?

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